En una carrera lineal, con un líder inaccesible (Vettel) y las posiciones más o menos estabilizadas, el duelo entre Lewis Hamilton y Fernando Alonso sobre el final del G.P de Canadá era, a esa altura de la carrera, lo más interesante de una prueba que prometía más.
Y en una F.1 que ni siquiera sorprende, la maniobra del español sobre Hamilton fue una consecuencia lógica de toda la adulteración que vive la categoría (con KERS, DRS y gomas lamentables a la cabeza), que no muestra otros detalles tecnológicos de valor más que aquellos que influyen directamente sobre los sobrepasos y la preservación del espectáculo.
Palabrita, esta última, a caballo de la cual se justifican los mayores desatinos en contra del genuino espíritu de este maravilloso deporte que es el automovilismo.

Por eso, quien suscribe, no salía de su asombro cuando escuchaba en distintos ámbitos tildar la maniobre del español de Ferrari como “obra maestra”, “maravillosa”, “digna de ser recordada”, “memorable”, etc, etc, etc.
No estoy de acuerdo en que se cite así a maniobras de pilotos que esperan las largas rectas, habilitadas a tal efecto, para adelantarse a sus rivales apoyados por una ventaja aerodinámica y evitando superaciones de calidad y con riesgos implícitos.
Esto no tiene que ver con Alonso y sus virtudes, que de hecho las tiene, sino simplemente con un perverso sistema que convierte a un valiente y atrevido piloto de un auto con fantástica relación peso/potencia, la quintaesencia de la F1 es eso por si hay alguien que no lo sabe, en un mero y hasta sensato operador de una máquina que compite bajo reglas y circunstancias establecidas de antemano.
Y esto podrá ser todo lo espectacular que quieran, pero convengamos que no estamos hablando de automovilismo…